Me alertó el sonido de un auto derrapando, seguido del ruido de una sirena y un fuerte golpe. Deje el libro de poesía. Eran quizá las nueve o diez de la noche, no lo sé con precisión, pues no uso reloj, nunca he usado uno. En todo el edificio hacía un frío incomprensible, dicen que es por los equipos, por el medicamento y no sé cuantas cosas más. La luz del día se había perdido hace un rato y quedaba un brillo, un destello de luz un tanto arenoso. De no haber estado trabajando estaría sumido en un sueño profundo, no me habría enterado de nada y todo lo que me dijeran, creería que es parte de un sueño. La noche anterior no había dormido, mi mujer me dijo que no debemos sucumbir ante los deseos del sueño, y yo, le he hecho caso. Suspiro mientras la noche se acerca, odio el trabajo y ese desafortunado turno que me ha tocado, en general odio el trabajo y siempre trato de encontrar un excusa para alejarme de el. El caso es que no he podido dormir por la tarde, pensé en una siesta, esconderme de los «ojos» de los jefes, perderme entre los pasillos. Sonó el teléfono, no sé cuánto tiempo después de haber oído el sonido del auto derrapando y ese ruido de la sirena, como siempre si suena el teléfono no es una buena señal, algo estaba ocurriendo allá afuera y estaban llegando las primeras víctimas. Los primeros heridos. La voz me parecía que salía de un túnel muy lejano. Lo primero que debía hacer era ponerme en camino, investigar que necesitaban de mí, pero no me fue posible, me quede atrapado en la silla, como ajeno al lugar y el tiempo. Escuche la voz de mi mujer que me decía que no era posible, que yo estaba bien, escuche mi respiración cortada, colgué el teléfono con cierta violencia y me pare en la entrada de la sala de urgencias, y sentí que mi cuerpo estaba desnudo.
—Qué ha sucedido.
—no sé, de pronto alguien, seguramente un imbécil se puso a disparar, nos estrellamos contra un auto rojo, que ha quedado prensado entre un poste y nosotros.
—Un narco, quizá.
—Tal vez—respondió—. Creo que no era más que otro cabrón que quiere jugarle al héroe, y ahora está muerto.
—Dónde te dio la bala.
—No es nada serio, pego en el casco—dijo—. A uno de mis compañeros le dio en la rodilla, pero no es nada grave. Me preocupa el chico del auto rojo, no lo han podido sacar.
Le di la espalda y lo metí a la sala de exploración, un barrido rápido nos daría una información real de lo que estaba ocurriendo, y si es que su cuerpo fue alcanzado por algún proyectil.
Sentí el cuerpo cálido de Alejandra, se acercaba al mío, buscaba de mí ese calor que entre los dos sabemos generar. Sus labios aferrados a los míos, y mi cuerpo fundiéndose en el de ella. Nos sumergimos en la pasión, en los sueños de cada uno, en las cosas que a diario nos iban transformando. Las cosas nunca habían estado mal, las cosas siempre habían llevado ese ritmo un tanto ideal, como de pareja impostora, pero lo nuestro eral real, no aprendimos nunca a pelear, eso era porque en el pasado ya habíamos peleado lo suficiente y entendimos que no valía la pena seguir haciéndolo. Percibí en el cuerpo de ello, un deseo mayúsculo, unas ganas que sugerían un ardor inusual. Me dijo al oído: quiero hacerlo, quiero tener un hijo contigo.
—Necesitamos hablar contigo. Es importante. Ya casi cumplo los cuarenta. Mi útero lo reclama.
Recuerdo que fue un día normal. Me pase toda la mañana intentado darle orden a una serie de manuscritos que según yo valía la pena terminar, darle forma, hacerlos dueños de una voz, de un sentido, de un sentimiento que logre atrapar. Había en mi cabeza una novela que debería ya tener un titulo, porque si no tienes un titulo es imposible escribir. Se titulaba: La Flaca. No tenía ni puta idea de lo que iba a tratar la novela, eso sí, a diario escribía ideas sueltas que más tarde desechaba porque según yo no valían la pena. Debería ser una historia simple, al menos eso sugería el titulo. Lo que si sugería era una historia de mucho placer, quizá sexo al por mayor, una historia de pasiones prohibidas o la de una súper modelo a la cual su fama termino por consumirla. Prostitución, una mujer que es prostituta durante toda su vida, la vejez le gana y ya no puede vender más su cuerpo y se dedica a vender las historias de su vida profesional y ella, la flaca está condenada a morir y mientras agoniza, le confiesa a un joven y calvo escritor, que ella tenía una hija y le pide que la busque y que le entregue todas sus riquezas, que todo el tiempo ha trabajado para ella. Le cuenta que esa hija fue abandonada en una casa de monjas. El escritor encuentra a la hija que ahora es monja, ella la hija, toma el dinero y le cuenta al escritor su historia, los abusos por parte del párroco y las veces que ha tenido que abortar, esta hasta la madre de esa vida, de ese sufrimiento. Le cuenta que ha tenido una hija y que quiere que él, el escritor le ayude a encontrarla. Le da unos cuantos datos. Una telaraña, eso es esta historia. Debe ser una novela en tres capítulos. En el cual la flaca puta y la flaca monja se alternan en los tres capítulos, y en el tercero aparece la flaca hija de la monja, tienen que ser unas flacas horrorosas. Luego me recuerdo que yo no suelo escribir acerca de flacas, pero que está bien intentarlo.
Salimos a cenar, un día que no me toco trabajar por la noche. Alejandra, me dijo que esta ciudad la tiene asustada, que le preocupa el riesgo que corremos a diario. Me dijo que deseaba irse ya de esta ciudad, pero que no quería vivir con los putos gringos. Decidí escribir la novela, seguramente sería una historia triste y aburrida, carente de acción, una historia donde la puta flaca estaría reviviendo en todo momento, jugando con sus historias, tratando de hacernos entender su mundo de prostitución, ya imaginaba una historia en constante flashback y eso me preocupaba, pensé en que sería algo terriblemente aburrido. Me dio mucho miedo.
Un coche rojo, atrapado entre un poste y una camioneta blindada.
Me sentí un poco incomodo con Alejandra, últimamente hacíamos el amor, solo en los ratos que nos quedaban libres y eso eran unas cuantas veces al mes, a veces ni siquiera una vez al mes. Sentí vergüenza, sentí ganas de dejar a un lado esta estúpida idea de ser escritor, estas ganas casi enfermizas de entregarme a las letras, sentí deseo de perderme en un mundo más real, más crudo y agrio, donde pudiéramos hacer el amor a diario, sin importar los sueños. También pensé que si el trabajo se interponía con mis deseos y con mis pasiones, y sobre todo si se interponía entre Alejandra y yo y hacer el amor, tenía que abandonar el trabajo.
Nos fuimos a la casa. No era tan grave…
En uno de los pasillos del hospital, una pareja estaba haciendo el amor. Estaban de pie, ella recargada en una de las paredes y la cabeza hacia la misma pared, traía una falda corta, blanca y un calzón negro que le cubría los tobillos. El la penetraba con movimientos suaves, rítmicos, lentos. Mientras en el otro extremo unos cuantos heridos se estaban quejando, la sangre de uno de ellos le cubría la cabeza y parte del rostro, ellos la estaban pasando mal, sus heridas y sus miedos, les hacían creer que habían visto el rostro de la muerte. Ni cerca estuvieron.
En el trayecto a casa le conté lo de los enfermeros, Alejandra me dijo que ellos la estaban pasando bien, pero uso un tono entre reclamo y melancolía. Luego me dijo que si yo, aún me portaba bien en el hospital, y la sentí distante, como si en ese momento la hubiera perdido para siempre. La deje en casa y me fui en mi coche, no tenía muchas ganas de continuar discutiendo, tal vez era momento de irme a un bar, tomar un whisky, platicar con algún desconocido y regresar a casa.
Encontré a Adriana desnuda. Un aroma a sexo se dejaba sentir por todo el cuarto, algo ligero y que flotaba por todo el ambiente. Ella estaba desnuda. El pantaloncito negro que usaba para dormir estaba en el suelo. Era muy fácil adivinar lo que había pasado.
Sonó el teléfono.
—Carlos, hubo un accidente, urge que te presentes.
—Sí, ya voy.
No logre reconocer la voz al otro lado de línea, pensé en tantas posibilidades, pensé en el accidente y en lo importante que podría o no resultar mi presencia. Me dije: siempre es lo mismo, como si yo fuera a resolver algo. Antes de salir volvió a sonar el teléfono. No pasaban de las diez, yo seguía en mi turno de hospital. Lo extraño de la llamada era que me habían marcado al celular, como si yo no estuviera en el trabajo. Me levante. Tenía mucha sed. El calor era insoportable allá afuera, pero mientras estuviera dentro del hospital, sentiría mucho frío. Tenía frío. Tome agua. Salí en silencio. Ya me había cansado de correr ante una emergencia. Más valía tomarme todo con calma, yo no estaba para salvar vidas, mi trabajo era sencillo, simple y se puede decir que hasta aburrido.
Un coche rojo, atrapado entre un poste y una camioneta blindada.
Volvió a sonar el teléfono y esta vez me dijeron, que debía apurarme, que era algo en verdad urgente, que la vida estaba en riesgo. No tarde mucho en ver las luces de la ambulancia, las luces de los autos patrullas que suelen usar los federales, autos gigantes, robustos, blindados. A estas horas los mendigos, seguramente ya se regresaban a sus casas y ahora era el turno de las prostitutas, ellas que solían contar todas las aventuras que esconden las noches de esta ciudad. Un coche rojo, incrustado entre un poste y una camioneta blindada, se me hacía una cosa sin sentido y el que me lo hubieran contado, así de la nada, sin que yo hubiera preguntado nada, me parecía una tontería. No dije nada. El policía me dijo que era imposible que alguien hubiera sobrevivido, que él manejaba la camioneta blindada, que sentía mucha tristeza. Me dijo que viajaba un hombre, que iba solo, que tenía el rostro inclinado sobre el parabrisas y el volante clavado en el tórax. Mientras los enfermeros, recargados en alguna pared del hospital hacían el amor, él la penetraba lentamente, cauteloso, evitando hacer ruido, ni un solo ruido y con los calzones negros que vestían los tobillos de la enfermera. Sentí celos.
—Un coche rojo, con placas 701 AGS atrapado entre un poste y una camioneta blindada—. El conductor no sobrevivió.
—Sí…
Unos de los oficiales heridos, tenía el rostro desfigurado, estaba cubierto de sangre. Por primera vez sentí un mareo y estuve a punto de desmallarme, me incliné, era inevitable, me vomité. La enfermera que antes hacía el amor, recargada en la pared y con sus calzones negros cubriéndole los tobillos dijo: está muerto.
Desperté de madrugada. Alejandra seguía dormida. Estaba confundido. Miré a mí alrededor. En el buró: La Metamorfosis de Kafka, los poemas de Pessoa, Rayuela de Cortázar. Estaba mi cama, la ventana. Mi auto en la calle. Otra pesadilla, pensé. Tomé agua e intente dormir.
Unos de los oficiales heridos, tenía el rostro desfigurado, estaba cubierto de sangre. Por primera vez sentí un mareo y estuve a punto de desmallarme, me incliné, era inevitable, me vomité. La enfermera que antes hacía el amor, recargada en la pared y con sus calzones negros cubriéndole los tobillos dijo: está muerto. Nos encogimos de hombros y decimos no darle importancia a este asunto.
Alejandra me dijo que había pasado una mala noche. Que escucho unas detonaciones, y luego un impacto fuerte, como si algo metálico se hubiera desgarrado. Me dijo que había escuchado el teléfono un par de veces, pero que estaba cansada y no le dio importancia. Luego le gano la tristeza, me dijo que ya era tiempo de solucionar las cosas, que esa noche deberíamos irnos a un hotelito, jugar a que somos amantes, infieles y que nos escondemos de nuestras parejas.
—Me parece una idea muy buena—. Le dije.
Se nos complicaron las cosas. Ese día en el trabajo, tuvimos un par de urgencias. Policías federales que había chocado su camión blindado y había recibido impactos de bala. Un conductor con la cara ensangrentada y una enfermera que horas antes había estado cogiendo-haciendo el amor en uno de los pasillos del hospital. Luego estaba lo de la novela. Me había costado mucho trabajo decidir cómo empezarla, pero ese día estuve trabajando durante toda la mañana, logre entender cuál era el inicio que yo deseaba y escribí durante seis u ocho horas, había avanzado en un par de capítulos, pese a que no me gustaba del todo. Seguramente la novela gustaría en cuanto la leyeran los de la editorial. Me sentí atrapado. Una telaraña estaba sobre mi cabeza. Me sentí viejo y ridículo, pensé en todas las cosas que estaba dejando de hacer. Sentí mucho frío, sin importar que el calor fuera insoportable. Deseaba salir del hospital, llegar a casa, bañarme, tomar una o dos copas con Alejandra. Tome mi coche y me fui a toda velocidad a casa. Sonó el celular, era ella.
Un coche rojo, atrapado entre un poste y una camioneta blindada.
Alejandra se había cansado de esperar. Cuando llegue a casa ella estaba dormida y entre sueños gemía, era algo incontrolable, mencionaba un nombre, mi nombre quizá, sus dedos crispados, le acariciaban, hurgaban en ella, en su sexo. Era un orgasmo.
Me pare en una esquina, se me acerco una prostituta que me dijo: papito quieres un servicio. Luego escuche un sonido, un par de explosiones, una ráfaga de disparos, un metal que se desgarraba mientras se iba quedando atrapado entre un poste y una camioneta blindada, el conductor del coche pegaba su cabeza contra el parabrisas y su tórax clavado en el volante. Luego yo estaba de nuevo en el hospital como si fuera un sueño y la voz de la enfermera que en algún momento de esta historia yo la había visto con sus calzones negros vistiendo sus tobillos y su falda blanca levantada, mientras ella se recargaba en la pared y un enfermera arremetía contra ella, suave, sensual, rítmico, agresivo y con sus gritos atrapados, en un silencio sepulcral, en un silencio cómplice de la humedad que recorrían los muslos de ella, y su voz siempre su voz que repetía: está muerto, está muerto, está muerto. Sentí celos. Sabía que dentro de poco estaría en otro sitio y sonaría el teléfono y me dirían: Carlos tenemos una urgencia, Carlos no te vayas, Carlos no nos dejes.
Un coche rojo, atrapado entre un poste y una camioneta blindada.
Un coche rojo, con placas 701 AGS. Era todo. Silencio. Otra vez el teléfono: Carlos tenemos una urgencia, Carlos no te vayas, Carlos no nos dejes.
Camine de regreso a casa.
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