Nuestro el paraíso
Alberto García
Cualquier intento de salir, era una cita con la muerte. Aquello de vivir como si hoy fuera el último día, más que una filosofía, era una necesidad, sin embargo ella se transformaba a cada instante. Era incansable, podría jurar que disfrutaba todo lo que hacía. Ella había dejado de huir. Hacerlo era como aceptar que la vida no tenía más remedio que la muerte y el miedo, primero el miedo y luego la muerte. Se convirtió en alguien especial, en un ser esperado, ellos, los que decían ser los malos, sabían que morir entre sus piernas, era lo mejor que podía pasar en sus vidas. Era capaz de tomar el volante y manejar durante horas buscando, buscándolos, se podía introducir en sus nidos, en sus podridas guaridas y en cuanto los detectaba, sin importar las consecuencias, iba a su caza. Ella era toda una profesional. No importaba tener que soportar que le pusieran una pistola en la cabeza o soportar su fétido aliento, no importaba verlos en una condición deplorable, pues una vez que ellos estaban entre sus piernas, tenían que repetir la oración: vive el día de hoy como si fuera el último día de tu vida, vive el día de hoy como si fuera el último día de tu vida, vive el día de hoy como si fuera el último día de tu vida…
Ella no se podía usar ningún camuflaje, ni cambiar sus formas, no podría ni aunque quisiera salir huyendo de la ciudad y olvidarse de todo, de todos y de su amor perdido, no podría olvidarse del sufrimiento experimentado y cruzar al otro lado del río, no era solución, ni siquiera lo había pensado, su trabajo, el que en verdad amaba estaba de este lado, en esta frontera, en estos contornos. Ella no tenía necesidad de ser camaleónica, deseaba ser reconocida, acabar con ellos. Yo la amaba, no por sus caderas, ni por su piel aún joven, ni por esos besos que me extraviaban todas las noches. Yo la amaba porque era todo lo que un hombre puede soñar, incluso cuando dejo fluir sus instintos, no deje de amarla, pero mi cuerpo ya no respondía a su presencia, ni a sus caricias, yo era parte de otra historia y huía sin remedio de esa última morada, huía porque me negaba a permanecer en ese lugar. Ella era todo mi harem si es que existe la posibilidad de tener uno en estas tierras, ella era la mujer con la que deseaba vivir cuando lo hacía, ella era todas las amantes, no sé si tres o cuatro que siempre quise, pero no cualquier amante, ella era todas las amantes estables, que un hombre desea.
Ella se derramaba en cada hombre que entraba en los secretos de sus piernas y mientras lo hacía me buscaba en ellos, alguien se había quedado con mi historia, con lo que ello era, y su capacidad era única que en un segundo podías ver como la vida de estos casi hombres, que aún eran unos niños se escurrían entre sus manos, por supuesto que se lo merecían y para ellos las cosas eran diferentes, pues cualquier intento de salir, era una cita inminente con la muerte y su muerte era lo que nosotros, desde donde nos encontrábamos más disfrutamos. Ella era sólo mía y no tenía ganas de compartirla, en su piel quedo tatuada nuestra historia y la felicidad no tenía el ritmo de sus caderas, ni el sabor de sus efluvios, la felicidad era el cuerpo roto de otros, mientras se reconstruía el mío.
Un día ella se canso, dejo de salir a las calles, su cuerpo requería de una tregua, de un instante para dejar todos esos cuerpos en el pasado, fue a mi casa, la casa de ambos y se recostó en nuestro rincón preferido, y mientras se dormía yo la tome en mis brazos sin que ella pudiera sentirme. Tenía ganas de beberme su cansancio, de besarla eternamente, tenía ganas de que ella me pudiera escuchar.
Siempre que se levantaba me contaba sus sueños, todos eran raros. Ese día que ella regreso a casa, al despertar, me conto sus sueños. En el sueño, yo era una mujer que dormía con una víbora en la almohada y de mi cuerpo desnudo brotaban escorpiones que cubrían todo el entorno. Los hombres que me buscaban, encontraban entre mis piernas el dulce sabor de la muerte y no podían dejar de desearme: su sueño era poseerme, entrar en mí, encontrarme-nos en una carretera, bajarme del auto, ponerme una arma en la cabeza y decirme que hasta ese instante mi vida, que ojalá hubiera disfrutado de ella y que esa mañana al despertar en verdad hubiera pensado que hoy era el último, luego en mi resistencia por no morir, en ese forcejeo, ellos se excitaban, yo me resistía y de mi vagina emanaba un líquido venenoso, un líquido que aumentaba la sed en ellos y desde ese momento tenían necesidad de mí, hasta que la muerte los consumía, ellas terminaban por beber de mi vagina y su alma si es que aún poseían empezaba a secarse.
Ella guardo silencio. Me busco por toda la casa y entendió por primera en vez en todo este tiempo mi ausencia. Era momento de irse para siempre, de abandonar esta tierra maldita, era momento de olvidarse de todo, de buscar a escondidas de esos hombres que se decían llamar los malos, la última ocasión de un encuentro y en sus desnudes arrebatarles el aliento, era el momento de encontrarnos en el paraíso.